Complementario Capítulo 4: LA ESPERANZA DEL ANTIGUO TESTAMENTO

 

4. La esperanza del Antiguo Testamento 

Séneca, el filósofo estoico romano (c. 4 a. C. al 65 d. C.), escribió un famoso ensayo titulado De la brevedad de la vida (49 d. C.). Como respuesta a la queja popular de que la vida es demasiado corta, Séneca dijo: «No recibimos una vida corta, somos nosotros los que la hacemos corta por no saber administrar nuestro tiempo». Explicó que «la vida es lo suficientemente larga y se nos da en una medida lo suficientemente generosa como para permitir que llevemos a cabo las cosas más grandes si en su totalidad sabemos cómo invertirla». 1 Desde la perspectiva bíblica, de hecho, es una bendición llegar a ser «anciano, colmado de días» (Job 42: 17; cf. Gén. 25: 8; 1 Crón. 29: 28). Pero lo más importante no es tanto la duración de nuestra vida actual sino más bien si hemos invertido bien nuestra vida (Ecl. 12: 1). 

El Antiguo Testamento emplea varias metáforas para describir la brevedad y fragilidad de la existencia humana. Por ejemplo, el Rey David declaró que «el hombre es como un soplo; sus días son como la sombra que pasa» (Sal. 144: 4), y «como una sombra es el hombre» que pronto se va y deja de existir (Sal. 39: 6, 13). 

    «El hombre, como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella,     y pereció, y su lugar ya no la conocerá más» (Sal. 103:15, 16). Asimismo, el profeta Isaías añadió:        «Toda carne es hierba y toda su gloria como la flor del campo. La hierba se seca y la flor se marchita,     porque el viento de Jehová sopla en ella. ¡Ciertamente como hierba es el pueblo!» (Isaías 40: 6, 7).

 Estás metáforas nos llaman de manera elocuente a vivir vidas significativas que nos hagan sentir seguridad en el presente y esperanza para el futuro. Moisés oró: «Enséñanos a contar bien nuestros días, para que nuestro corazón adquiera sabiduría» (Sal. 90: 12, NVI); en otras palabras, «¡Enséñanos a vivir sabiamente y bien!» (vers. 12, The Message, traducción libre al español). Pero ¿esperaba el pueblo de Dios en los tiempos del Antiguo Testamento que una vida tan significativa se extendiera hasta más allá de la tumba? Si es así, ¿cómo concebían la transición de la vida presente a la vida eterna? El presente capítulo reflexiona en algunas enseñanzas del Antiguo Testamento sobre el deseo de la vida eterna, la expectativa de un mundo renovado y la resurrección de los muertos. 

El deseo de la vida eterna 

Todos los seres humanos tienen el deseo natural de prolongar su vida mortal y perpetuar sus recuerdos. El rey Salomón escribió que Dios «sembró la eternidad en el corazón humano» (Ecle. 3: 11, NTV). Se han propuesto diversas interpretaciones para esta expresión. Una de las más perspicaces es la de Franz Delitzsch, quien dijo que «el impulso de los seres humanos revela que este no puede satisfacer sus necesidades más íntimas con cosas temporales. Es un ser limitado por el tiempo, pero en lo que se refiere a su naturaleza más íntima está relacionado con la eternidad. Lo transitorio no le da sostén, lo arrastra como un torrente impetuoso y lo obliga a salvarse aferrándose a la eternidad». 2 Bajo circunstancias difíciles y estresantes, el deseo antinatural de terminar con la propia vida puede anular el anhelo natural de la vida eterna, pero se trata de casos excepcionales. 

Desde tiempos antiquísimos, el ser humano ha tratado de preservar sus memorias de diversas maneras. Hipócrates (c. 460 al c. 370 a. C.), el padre de la medicina, declaró: «El arte es largo, pero la vida es breve». 3 Con esto quería decir que la práctica de la medicina es un arte que se aprende a largo plazo. Pero a lo largo del tiempo, esta expresión ha adoptado un significado más amplio, en el sentido de que las obras de arte trascienden la vida humana. De hecho, las estatuas y las pinturas, y más recientemente las fotografías y las grabaciones de video, sirven para preservar las imágenes de las personas. Los antiguos egipcios usaban el proceso de momificación para perpetuar la vida después de la muerte de la mejor manera posible. Otras culturas antiguas expresaban su anhelo de vivir eternamente a través de teorías de espíritus inmortales naturales que podían experimentar reencarnaciones y transmigraciones.

En el Antiguo Testamento, Dios se le presenta a Moisés y le dice: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Éxo. 3: 6). El hecho de que Dios recordara a sus hijos fallecidos (incluidos esos patriarcas) no proporciona excusa alguna para la veneración de los muertos. De hecho, el Antiguo Testamento muestra «una intolerancia especial contra cualquier forma de culto a los muertos» 4 ; también condena la nigromancia en todas sus formas (Lev. 19: 26; 20: 27; Deut. 18: 9-12; Isa. 8: 19); y cataloga de ceremonialmente inmundos a todo el que tiene cualquier contacto con un cadáver humano o un animal inmundo (Lev. 5: 2; 11: 24-28; 21: 1-4, 11; Núm. 19: 11-22). Dios es el único que puede dar seguridad en el presente efímero y confianza en un futuro sin fin. 

Los Salmos contienen más expresiones de seguridad que cualquier otro libro de la Biblia. Está repleto de declaraciones de confianza en Dios, especialmente ante la fugacidad de la vida. Por ejemplo, en el Salmo 39, David primero oró: «Hazme saber, Señor, el límite de mis días, y el tiempo que me queda por vivir; hazme saber lo efímero que soy». Luego declaró con plena confianza: «¡Mi esperanza he puesto en ti!» (vers. 4, 7, NVI), en Aquel cuya luz disipa las sombras de la mortalidad. En el Salmo 49, aunque los hijos de Coré reconocen que los insensatos perecen como animales, su esperanza en la vida eterna le da un significado completamente nuevo a la existencia: «Pero en mi caso, Dios redimirá mi vida; me arrebatará del poder de la tumba» (vers. 12, 14, 15, NTV). Asimismo, en el Salmo 121, David afirma: «Mi socorro viene del Señor, creador del cielo y de la tierra», a lo que añadió: «El Señor te estará vigilando cuando salgas y cuando regreses, desde ahora y hasta siempre» (vers. 2, 8, RVC). 

El Antiguo Testamento también subraya el poder vivificante de la palabra de Dios. El relato de la creación en Génesis declara: «Dios dijo […]. Y así fue» (Gén. 1: 9, 11, etc., DHH), lo que significa que cuando Dios habla, se genera existencia: «Él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió» (Sal. 33: 9). Pero no estamos hablando de ciertas actividades pasadas y futuras de la palabra divina, sino de un proceso continuo, sostenido en el poder divino. El Salmo 119, que es un tributo a la palabra de Dios, destaca la gratitud personal por la palabra vivificadora de Dios: «Abatida hasta el polvo está mi alma; ¡vivifícame según tu palabra!» (vers. 25; cf. vers. 28). «Tu palabra me infunde nueva vida» (vers. 50, RVC; cf. vers. 93). 

De la misma manera, el profeta Isaías llamó la atención sobre la veracidad y perdurabilidad de la palabra de Dios: «Oigan la palabra del Señor» (Isa. 1: 10, NVI), porque «la hierba se seca y la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (Isa. 40: 8). Dios mismo destacó la efectividad de su palabra: 

    «Así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero y             será prosperada en aquello para lo cual la envié» (Isa. 55: 11). 

La misma palabra vivificadora que trajo el mundo a la existencia también lo recreará de acuerdo con el propósito inmutable de Dios. 

Un mundo renovado 

El libro de Isaías contrasta el estado pecaminoso y degradado en que se encuentra este mundo con la gloriosa restauración que experimentará la tierra después de que tanto el pecado como los pecadores rebeldes sean finalmente destruidos. El profeta se lamentaba de que la tierra había sido «profanada por sus moradores» y temblaba «como un borracho» (Isa. 24: 5, 20). Incluso dentro del mismo Israel, «el derecho se retiró y la justicia se puso a distancia» (Isa. 59: 14). Pero esa sombría situación finalmente sería reemplazada por una nueva creación gloriosa. Dios prometió: 

    «Como humo se esfumarán los cielos, como ropa se gastará la tierra, y como moscas morirán sus             habitantes. Pero mi salvación permanecerá para siempre, mi justicia nunca fallará» (Isa. 51: 6,                 NVI). 

A pesar de la conmoción, el profeta confiaba plenamente en la protección divina: «Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera, porque en ti ha confiado» (Isa. 26: 3). 

La escatología del Antiguo Testamento visualizaba una nueva creación de todas las cosas, a pesar de los fracasos humanos. Si Israel permanecía fiel al pacto de Dios, el proceso de restauración posterior al exilio alcanzaría su clímax con la creación de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Isa. 65: 17, NVI). La nueva Jerusalén se convertiría en una ciudad de alegría en la que nunca más se escucharían voz de lloro ni de clamor (vers. 18, 19). Todos los animales vivirían juntos en paz sin hacerse daño unos a otros (vers. 25). Mientras tanto, la expectativa de vida de los seres humanos aumentaría significativamente, ya que cualquiera que muriera «de cien años» sería considerado un niño (vers. 20). Desafortunadamente, no sucedió como se esperaba. Pero gracias al Mesías, el plan de restauración de Dios se consumará en su totalidad. Entonces, Dios «devorará a la muerte para siempre […], enjugará las lágrimas de todo rostro» (Isa. 25: 8, NVI) y los muertos justos resucitarán (Isa. 26: 19). Entonces, todas las cosas serán restauradas a su estado original. 

Ningún otro pasaje del Antiguo Testamento describe la restauración espiritual de Israel de una manera tan gráfica y espectacular como Ezequiel 37. En este capítulo describe una visión que tuvo Ezequiel en la que contempló un valle lleno de huesos muy secos. El Señor primero le ordenó que profetizara a los huesos esparcidos, diciéndoles: «Escuchen la palabra del Señor» (vers. 4, NTV). Después de eso, «hubo un ruido de agitación por todo el valle y los huesos de cada cuerpo se juntaron y se unieron tal como antes […], los músculos y la carne se formaron sobre los huesos y la piel los cubrió, pero los cuerpos no tenían aliento» (vers. 7, 8, NBV). Entonces el Señor le pidió a Ezequiel que profetizara lo siguiente: «¡Ven, oh aliento, ven de los cuatro vientos y sopla en estos cuerpos muertos para que vuelvan a vivir!» (vers. 9). Cuando el profeta lo hizo, «el aliento de vida entró en ellos; […] los huesos revivieron y se pusieron de pie» (vers. 10, NVI). Sin dudas, el propósito de esta visión es comunicar el ideal de Dios de revivir, restaurar y reunificar a Judá e Israel en un solo reino (vers. 11-28). Pero lo hace describiendo de alguna manera el proceso de resurrección por el poder vivificador de la palabra de Dios, como en la forma en que Adán fue creado (Gén. 2: 7). 

Algunos comentaristas evangélicos creen que la visión de Ezequiel 37 y otras profecías de restauración alcanzaron su cumplimiento con el estado de Israel moderno (establecido en 1948). Pero esta hipótesis ignora el hecho de que Ezequiel 37 y otros oráculos sobre el regreso a la tierra prometida se cumplieron al menos parcialmente con el regreso de los judíos del exilio babilónico. Como ya se dijo, las profecías incumplidas del Antiguo Testamento encontrarán su consumación en el escenario escatológico descrito en el libro de Apocalipsis. Por lo tanto, como lo indica correctamente Hans K. LaRondelle, «el Nuevo Testamento es la interpretación autorizada de Dios y la aplicación autorizada del Antiguo Testamento». Así que, «no tiene justificación bíblica aplicar incondicionalmente cualquier bendición del antiguo pacto al moderno estado de Israel en el Oriente Medio, como si Cristo aún no hubiera venido y el Nuevo Testamento no se hubiera escrito» 5 . 

«Tus muertos vivirán» 

Dios estableció el plan de redención para contrarrestar y revertir los efectos nocivos del pecado, restaurar la tierra y devolverle al medio ambiente y la vida misma su perfección original. Esto no solo incluye la erradicación final de la muerte, sino también la resurrección de los hijos fieles de Dios que descansan en los sepulcros. La resurrección de los muertos es un concepto que está presente a lo largo del Antiguo Testamento. Hebreos nos dice que Abraham estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac porque creía «que Dios tiene poder hasta para resucitar a los muertos» (Heb. 11: 19, DHH). El patriarca Job expresó su confianza en la resurrección cuando declaró: 

    «Pero yo sé que mi Redentor vive, y que al fin se levantará sobre el polvo, y que después de                     deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios. Lo veré por mí mismo; mis ojos lo verán, no los     de otro. Pero ahora mi corazón se consume dentro de mí» (Job 19: 25-27). 

El concepto de la resurrección personal también está claramente presente en el libro de los Salmos. Por ejemplo, en el Salmo 49, el salmista no solo reconoce que la vida eterna no se puede comprar (vers. 7-9), sino que expresa su confianza en una existencia personal y corporal renovada: «Pero Dios me salvará del poder de la muerte, pues me llevará con él» (vers. 15, DHH). En el Salmo 71: 20, leemos: «Volverás a darme vida; de las profundidades de la tierra volverás a levantarme» (NVI). Marvin E. Tate explica que, en cuanto a este texto, «no se debe forzar el significado literal del lenguaje, pero cuando se lee como la oración de alguien en edad avanzada, apunta hacia un tipo de restauración de la vida a través de la resurrección», en la que «el lenguaje del inframundo y el renacimiento de la vida» se usa «en relación con los calamitosos problemas de los vivos» 6 . 

Isaías 26 es uno de los pasajes del Antiguo Testamento más significativos sobre el destino humano. Sobre la destrucción final de los impíos, el texto dice: 

    «Ya están muertos, y no revivirán; ya son sombras, y no se levantarán. Tú los has castigado y                 destruido; has hecho que perezca su memoria» (vers. 14, NVI). Sobre la resurrección de los justos, el     texto añade: «Pero tus muertos vivirán, sus cadáveres volverán a la vida. ¡Despierten y griten de            alegría, moradores del polvo! Porque tu rocío es como el rocío de la mañana, y la tierra devolverá sus     muertos» (vers. 19, NVI). Entonces Dios, «destruirá a la muerte para siempre, enjugará de todos los        rostros toda lágrima, y borrará de toda la tierra la afrenta de su pueblo. El Señor lo ha dicho» (Isa. 25:     8). 

El libro de Daniel confirma el concepto bíblico de la resurrección como la única forma en que tanto los muertos justos como los muertos impíos pueden recibir sus respectivas recompensas. Daniel 12: 2, 3 declara: «Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua. Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que instruyen a muchos en la justicia serán como las estrellas por toda la eternidad» (RVC). Malaquías 4: 1-3 contrasta de manera drástica la aniquilación final de los malvados y la vida eterna de los justos, que pisotearán las «cenizas» de los malvados (vers. 3, NTV). 

El Antiguo Testamento habla claramente del deseo humano de alcanzar la vida eterna, de la espera de un mundo renovado y de la certeza de la resurrección de los muertos. Estos conceptos básicos se convertirán en la esperanza fundamental del Nuevo Testamento. 

__________ 

1. Séneca, On the Shortness of Life 1.1, trad. John W. Basore (Oxford: Benediction Books, 2018), p. 1. 

2. C. F. Keil y F. Delitzsch, The Song of Songs and Ecclesiastes, Commentary on the Old Testament in Ten Volumes, t. 6 (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1989), p. 261. 

3. Hipócrates, Aphorisms 1.1, en Hippocrates, trad. W. H. S. Jones, t. 

4 (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1931), p. 99. 4. Gerhard von Rad, Old Testament Theology, t. 1 (Edimburgo: Oliver and Boyd, 1962), p. 276. 

5. Hans K. LaRondelle, «The Israel of God in Prophecy: Principles of Prophetic Interpretation», Andrews University Monographs, Studies in Religion 13 (Berrien Springs, MI: Andrews University Press, 1983), pp. 207, 209 

6. Marvin E. Tate, Psalms 51–100, World Biblical Commentary 20 (Dallas: Word Books, 1990), p. 216.

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