4 DIOS EL HIJO
Dios el Hijo Eterno se encamó en Jesucristo. Por medio
de él se crearon todas las cosas, se reveló el carácter de Dios, se llevó a
cabo la salvación de la humanidad y se juzga al mundo. Aunque es verdadero y
eternamente Dios, llegó a ser también verdaderamente hombre, Jesús el Cristo.
Fue concebido por el Espíritu Santo y nació de la virgen María. Vivió y
experimentó la tentación como ser humano, pero ejemplificó perfectamente la
justicia y el amor de Dios. Mediante sus milagros manifestó el poder de Dios y
éstos dieron testimonio de que era el prometido Mesías de Dios. Sufrió y murió
voluntariamente en la cruz por nuestros pecados y en nuestro lugar, resucitó de
entre los muertos y ascendió para ministrar en el Santuario celestial en favor
de nosotros. Volverá otra vez en gloria para librar definitivamente a su pueblo
y restaurar todas las cosas (Juan 1:1-3,14; Col. 1:15-19; Juan 10:30; 14:9;
Rom. 6:23; 2 Cor. 5:17-19; Juan 5:22; Luc. 1:35; Fil. 2:5-11; Heb. 2:9-18; 1
Cor. 15:3,4; Heb. 8:1,2; Juan 14:1-3).
EL DESIERTO SE HABÍA CONVERTIDO EN UNA PESADILLA de
serpientes. Los reptiles se arrastraban bajo las ollas, se enrollaban en las
estacas de las tiendas. Acechaban entre los juguetes de los niños, o se
ocultaban en los rollos de la ropa de cama. Sus colmillos se hundían
profundamente, inyectando su veneno mortífero en la carne de sus víctimas.
El desierto que una vez había sido el refugio de Israel, se
convirtió en su cementerio. Centenares de víctimas yacían agonizantes. Dándose
cuenta de su crítica situación, los aterrorizados padres y madres se
apresuraron a ir en busca de Moisés, para rogarle que los ayudara. “Y Moisés
oró por el pueblo”.
¿Cuál fue la respuesta de Dios? Debían hacerse una serpiente
y levantarla en alto; todos los que la miraran, vivirían. “Y Moisés hizo una
serpiente de bronce, y la puso sobre una asta; y cuando alguna serpiente mordía
a alguno, miraba a la serpiente de bronce y vivía” (Núm. 21:7, 9).
La serpiente siempre ha sido el símbolo de Satanás (Gén. 3,
Apoc. 12). Representa el pecado. El campamento había caído en las manos de
Satanás. ¿El remedio de Dios? No consistió en mirar a un cordero en el altar
del santuario, sino a una serpiente de bronce.
¡Extraño símbolo de Cristo! Así como sobre el poste fue
levantada la imagen de las serpientes que mordían, también Jesús, hecho “en
semejanza de carne de pecado” (Rom. 8:3), había de ser levantado en la cruenta
cruz del Calvario (Juan 3:14,15). Se hizo pecado, tomando sobre sí mismo todos
los pecados de todo ser que haya vivido o vivirá: “Al que no conoció pecado,
por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios
en él” (2 Cor. 5:21). Al mirar a Cristo, la humanidad sin esperanza puede
hallar vida.
¿Cómo podría la encarnación traer salvación a la humanidad?
¿Qué efecto tuvo sobre el Hijo? ¿Cómo pudo Dios convertirse en un ser humano, y
por qué fue necesario?
La encarnación: predicciones y cumplimiento
El plan que Dios desarrolló para rescatar a los que se
apartaban de su omnisapiente consejo (Juan 3:16; 1 Juan 4:9) demuestra
su amor en forma convincente. En este plan, su Hijo fue “ya destinado
desde antes de la fundación del mundo” para que fuese el sacrificio por
el pecado, y la esperanza de la raza humana (1 Ped. 1:19, 20). Él nos
haría volver a Dios, y proveería liberación del pecado al destruir las
obras del diablo (1 Ped. 3:18; Mat. 1:21; 1 Juan 3:8).
El pecado había separado a Adán y a Eva de la fuente de
vida, y debiera haber causado su muerte de inmediato. Pero en armonía con el
plan establecido antes de la fundación del mundo (Ped. 1:20, 21), el “consejo
de paz” (Zac. 6:13), Dios el Hijo se interpuso entre ellos y la justicia divina
salvando el abismo, impidiendo así que la muerte actuara sobre ellos. Aun antes
de la cruz, entonces, su gracia mantuvo vivos a los pecadores y les aseguró la
salvación. Pero con el fin de restaurarnos completamente como hijos e hijas de
Dios, tendría que convertirse en hombre.
Tan pronto como Adán y Eva pecaron, Dios les dio esperanza
prometiendo introducir una enemistad sobrenatural entre la serpiente y la
mujer, entre su simiente y la de ella. En la misteriosa declaración de Génesis
3:15, la serpiente y su descendencia representa a Satanás y sus seguidores; la
mujer y su simiente simboliza al pueblo de Dios y al Salvador del mundo. Esta
declaración fue la primera afirmación de que la controversia entre el bien y el
mal terminaría en victoria para el Hijo de Dios.
Sin embargo, la victoria sería dolorosa: “Este [el Salvador]
te herirá en la cabeza. Nadie
saldría incólume del conflicto. Desde ese momento, la
humanidad comenzó a esperar la venida del Prometido. En el Antiguo Testamento
se desarrolla la búsqueda. Las profecías aseguraban que cuando llegara el
Salvador prometido, el mundo tendría evidencias que confirmarían su identidad.
Una dramatización profética de la salvación. Después
de la entrada del pecado, Dios instituyó sacrificios de anímales para ilustrar
la misión del Salvador venidero (ver Gén. 4:4). Este sistema simbólico
dramatizaba la manera en que Dios el Hijo habría de eliminar el pecado.
Por causa del pecado —la trasgresión de la ley de Dios—, la
raza humana se vio en peligro de muerte (Gén. 2:17; 3:19; 1 Juan 3:4; Rom.
6:23). La ley de Dios demandaba la vida del pecador. Pero en su amor infinito,
Dios entregó a su Hijo “para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas
tenga vida eterna” (Juan 3:16). ¡Cuán incomprensible es este acto de
condescendencia! Dios el Hijo eterno pagó por sí mismo en forma vicaria la pena
del pecado, con el fin de proveernos perdón y reconciliación con la Deidad.
Posteriormente al éxodo de Israel desde Egipto, los
sacrificios empezaron a realizarse en un tabernáculo, como parte de una
relación contractual entre Dios y su pueblo. Construido por Moisés según un
modelo celestial, el Santuario y sus servicios fueron instituidos para ilustrar
el plan de salvación (Éxo. 25:8,9,40; Heb. 8:1-5).
Para obtener el perdón, el pecador arrepentido debía llevar
un animal para sacrificarlo, el cual no tuviese ninguna imperfección, puesto que
representaba el Salvador exento de pecado. El pecador colocaba entonces su mano
sobre el animal inocente y confesaba sus pecados (Lev. 1:3,4). Este acto
simbolizaba la transferencia del pecado, desde el pecador culpable a la víctima
inocente, revelando así la naturaleza sustitutiva del sacrificio.
Por cuanto “sin derramamiento de sangre no se hace remisión”
de los pecados (Heb. 9:22), el pecador mataba a continuación el animal,
poniendo en evidencia la naturaleza mortífera del pecado. Sin duda de que ésta
era una forma triste de expresar esperanza, pero por otra parte era la única
manera en que el pecador podría expresar fe.
Una vez que se realizaba el ministerio sacerdotal (Lev.
4-7), el pecador recibía el perdón de los pecados por su fe en la muerte sustitutiva
del Redentor venidero, la cual los sacrificios de animales simbolizaban (ver
Lev. 4:26, 31, 35). El Nuevo Testamento reconoce que Jesucristo, el Hijo de
Dios, es “El Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). A
través de “la sangre preciosa de Cristo,
como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Ped. 1:29), Cristo
obtuvo para la raza humana la redención del castigo eterno del pecado.
Predicciones acerca de un Salvador. Dios prometió que
el Salvador —el Mesías, el Ungido— surgiría del linaje de Abraham: “En tu
simiente serán benditas todas las naciones de la tierra” (Gen. 22:18; ver el
cap. 12:3).
Isaías predijo que el Salvador vendría como un Hijo varón y
que sería tanto humano como divino: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es
dado y el principado sobre su hombro; y se llamara su nombre Admirable,
Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isa. 9:6). Este
Redentor ascendería al trono de David y establecería un reino eterno de paz
(Isa. 9:7). El lugar de su nacimiento seria Belén (Miq. 5:2).
El nacimiento de esta Persona divino-humana seria
sobrenatural. Haciendo referencia a Isaías 7:14, el Nuevo Testamento declara:
“He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamaras su nombre
Emmanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mat. 1: 23).
La misión del Salvador se expresa en las siguientes
palabras: “El Espíritu de Jehová el Señor esta sobre mí, porque me ungió
Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los
quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos
apertura de la cárcel; a proclamar el ano de la buena voluntad de Jehová” (Isa.
61:1, 2; ver Luc. 4:18,19).
Cosa asombrosa, el Mesías sufriría rechazo. Lo considerarían
como “raíz de tierra seca; no hay parecer en el, ni hermosura; le veremos, mas
sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres,
varón de dolores, experimentado en quebranto... y no lo estimamos” (Isa.
53:2-4).
Uno de sus amigos lo traicionaría (Sal. 41:9) por treinta
piezas de plata (Zac. 11:12). Durante su juicio lo escupirían y lo azotarían
(Isa. 50:6). Los que lo ejecutasen echarían suertes por sus ropas. (Sal.
22:18). Ninguno de sus huesos habría de ser quebrado (Sal. 34:20), pero su
costado seria traspasado (Zac. 12:10).
En sus aflicciones, no se resistiría, sino que “como oveja
delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Isa. 53:7). El
inocente Salvador sufriría inmensamente por los pecadores. “Ciertamente llevo
el nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores.... Herido fue por nuestras
rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre
el, y por su llaga fuimos nosotros curados... Jehová cargo en el el pecado de todos
nosotros... Porque fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión
de mi pueblo fue herido” (Isa. 53:4-8).
El Salvador identificado. Únicamente Jesucristo ha
cumplido estas profecías. Las Escrituras trazan su genealogía hasta Abraham,
llamándolo el Hijo de Abraham (Mat. 1:1), y Pablo afirma que la promesa hecha
al patriarca Abraham y a su simiente se cumplió en Cristo (Gal. 3:16). El
titulo mesiánico “Hijo de David’’ le fue aplicado profusamente a Cristo (Mat.
21:9). Fue identificado como el Mesías prometido, que ocuparía el trono de
David (Hech. 2:29, 30).
El nacimiento de Jesús fue milagroso. La virgen María “se
hallo que había concebido del Espíritu Santo” (Mat. 1:18-23). Un decreto romano
la llevo a Belén, lugar predicho para el nacimiento del Mesías (Luc. 2:4-7).
Uno de los nombres de Jesús era Emanuel o “Dios con
nosotros”. Este apelativo reflejaba su naturaleza divino-humana e ilustraba la identificación
de Dios con la humanidad (Mat. 1:23). Su nombre comun, Jesús, enfocaba su
misión de salvación: “y llamara su nombre JESUS, porque el salvara a su pueblo
de sus pecados” (Mat. 1:21).
Jesús identifico su misión con la del Mesías predicho en
Isaías 61:1,2: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Luc.
4:17-21). Si bien es cierto que Cristo causo un profundo impacto en su pueblo,
en general su mensaje fue rechazado (Juan 1:11; Luc. 23:18). Con pocas
excepciones, no fue reconocido como el Salvador del mundo. En vez de hallar
aceptación, debió afrontar amenazas de muerte (Juan 5:16; 7:19; 11:53).
Hacia el final de los tres años y medio del ministerio de
Jesús, Judas Iscariote —un discípulo— lo traiciono (Juan 13:18; 18:2) por
treinta piezas de plata (Mat. 26:14, 15). En vez de resistirse, Cristo
reprendió a sus discípulos por tratar de defenderlo (Juan 18:4-11).
A pesar de ser inocente de cualquier crimen, menos de 24
horas después que fue arrestado, había sido escupido, azotado, juzgado,
condenado a muerte y crucificado (Mat. 26:67; Juan 19:1-16; Luc. 23:14,15). Los
soldados echaron suertes sobre su ropa (Juan 19:23,24). Durante su crucifixión,
ninguno de sus huesos fue quebrado (Juan 19:32, 33, 36), y después que murió,
los soldados atravesaron su tostado con una lanza (Juan 19:34, 37).
Los seguidores de Cristo reconocieron que su muerte
constituía el único sacrificio sustitutivo que pudiera servir para los
pecadores. Pablo declaro: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que
siendo aun pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom. 5:8). “Andad en amor
—escribió el apóstol—, como también Cristo nos amo, y se entrego a sí mismo por
nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efe. 5:2).
El tiempo de su ministerio y muerte. La Biblia revela
que Dios envió a su Hijo, al mundo
“cuando vino el cumplimiento del tiempo” (Gal. 4:4). Cuando Cristo comenzó su
ministerio, proclamo: “El tiempo se ha cumplido” (Mar. 1:15). Estas referencias
al tiempo indican que la misión del Salvador procedió en armonía con los
exactos planes proféticos.
Más de cinco siglos antes, por medio de Daniel, Dios había
predicho el tiempo exacto del comienzo del ministerio de Cristo, así como de su
muerte.1
Hacia el fin de los 70 años de la cautividad de Israel en
Babilonia, Dios le revelo a Daniel que les había asignado a los judíos y a la
ciudad de Jerusalén un periodo de prueba de 70 semanas.
Durante este tiempo, los miembros de la nación judía debían
cumplir los propósitos que Dios tenia para ellos, arrepintiéndose y preparándose
para la venida del Mesías.
Daniel también expreso que durante este periodo se iba a
“expiar la iniquidad” y “traer la justicia perdurable”. Estas actividades mesiánicas
indican que el Salvador debía aparecer durante ese periodo profético (Dan.
9:24).
La profecía de Daniel especificaba que el Mesías había de
aparecer “siete semanas, y sesenta y dos semanas”, es decir un total de 69
semanas, a partir de “la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén”
(Dan. 9:25). Después de la semana numero 69 se quitaría la vida al Mesías, mas
no por si” (Dan. 9:26). Estas palabras son una referencia a su muerte vicaria. Habría
de morir a la mitad de la semana numero 70, haciendo “cesar el sacrificio y la
ofrenda” (Dan. 9:27).
La clave que permite comprender las profecías cronológicas
se encuentra en el principio bíblico según el cual un día de tiempo profético
equivale a un ano solar literal (Num. 14:34; Eze. 4:6).2 Según este principio
de día por año, las 70 semanas (o 490 días proféticos), representan entonces
490 años literales.
Daniel declara que este periodo había de comenzar “desde la
salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén” (Dan. 9:25). Este
decreto, que concedía plena autonomía a los judíos, fue proclamado en el ano séptimo
del rey persa Artajerjes, y se hizo efectivo en el otoño del año 457 a.C. (Esd.
7:8, 12-26; 9:9).3
Según la profecía, "el Mesías Príncipe” aparecería 483
anos (69 semanas proféticas) después de la promulgación del decreto. Si
contamos 483 anos después del 457 antes de Cristo, llegamos al otoño del año 27
de la era cristiana, cuando Jesús fue bautizado y comenzó su ministerio
publico.4 Al aceptar las fechas de los años 457 a.C. y 27 d.C., Gleason Archer
comenta que esta constituyo “una exactitud asombrosa en el cumplimiento de una profecía
tan antigua. Solo Dios pudo haber predicho la venida de su Hijo con una precisión
tan asombrosa que desafía toda explicación racionalista”.5
En ocasión de su bautismo en el Jordán, Jesús fue ungido por
el Espíritu Santo y recibió el reconocimiento de Dios como el “Mesías” (hebreo)
o el Cristo (griego); ambos términos significan “el Ungido” (Luc. 3:21, 22;
Hech. 10:38; Juan 1:41). La proclamación de Jesús: “El tiempo se ha cumplido”
(Mar. 1:15), se refiere al cumplimiento de esta profecía cronológica.
A la mitad de la septuagésima semana, en la primavera del año
31 de nuestra era, exactamente tres años y medio después del bautismo de
Cristo, el Mesías causo el fin del sistema de los sacrificios al entregar su
propia vida. En el momento de su muerte, el velo del templo se rasgo en dos,
“de arriba abajo” (Mat. 27:51), indicando así la abolición de todos los
servicios del templo, por decisión divina.
Todas las ofrendas y los sacrificios habían apuntado hacia
el sacrificio perfectamente suficiente del Mesías. Cuando Jesucristo, el
verdadero Cordero de Dios, fue sacrificado en el Calvario como rescate por
nuestros pecados (1 Ped. 1:19), el tipo se encontró con el antitipo, y
la sombra se fundió en la realidad. Los servicios del Santuario terrenal no volverían
a ser necesarios.
En el tiempo exacto indicado por la profecía, durante la
fiesta de la Pascua, el murió. Pablo dijo: “Porque nuestra pascua, que es
Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Cor. 5:7). Esta profecía
asombrosamente exacta presenta una de las evidencias más fuertes de la verdad histórica
fundamental de que Jesucristo es el Salvador del mundo, predicho mucho tiempo
antes.
La resurrección del Salvador. La Biblia predecía no
solo la muerte del Salvador, sino también su resurrección. David se refirió a
la resurrección de Jesús, diciendo “que su alma no fue dejada en el Hades, ni
su carne vio corrupción” (Hech. 2:31; ver Sal. 16:10). Si bien es cierto que
Cristo había levantado de los muertos a otros (Mar. 5:35-42; Luc. 7:11-17; Juan
11), su propia resurrección demostró el poder que constituía el fundamento de
su pretensión de ser el Salvador del mundo: “Yo soy la resurrección y la vida;
el que cree en mi, aunque este muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí,
no morirá eternamente” (Juan 11:25,26).
Después de su resurrección, proclamo: “No temas; yo soy el
primero y el ultimo; y el que vivo y estuve muerto; mas he aquí que vivo por
los siglos de los siglos, amen. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades”
(Apoc. 1:17,18).
Las dos naturalezas de Jesucristo
Cuando Juan dijo: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habito
entre nosotros” (luan 1:14), expreso una profunda verdad. La encarnación de
Dios el Hijo es un misterio. A la manifestación de Dios en la carne, la
Escritura la llama “el misterio de la piedad” (1 Tim. 3:16).
El Creador de los mundos, aquel en quien se manifestó la
plenitud de la Deidad, se convirtió en el Nino impotente del pesebre. Muy
superior a cualquiera de los ángeles, igual al Padre en dignidad y gloria, !y
sin embargo condescendió a revestirse de humanidad! Apenas podemos comenzar a
comprender el significado de este sagrado misterio, y aun así, logramos hacerlo
únicamente al permitir que el Espíritu Santo nos ilumine. Cuando procuramos
comprender la encarnación, es bueno que recordemos que “las cosas secretas
pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para
nuestros hijos para siempre” (Deut. 29:29).
Jesucristo es verdaderamente Dios. .Que
evidencias tenemos de que Jesucristo es divino? .Que dijo acerca de si mismo?
.Reconocieron su divinidad sus contemporáneos?
1. Sus atributos divinos. Cristo posee atributos
divinos. Es omnipotente. Dijo que el Padre le había concedido “toda potestad...
en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18; Juan 17:2).
El Salvador es omnisciente. En el, dijo Pablo, “están
escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col. 2:3).
Jesús estableció su omnipresencia al darnos palabras de
seguridad como las siguientes: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo” (Mat. 28:20); “donde están dos o tres congregados en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mat. 18:20).
Si bien a la divinidad de Cristo le corresponde en forma
natural el atributo de la omnipresencia, en su encarnación el Hijo de Dios se
ha limitado voluntariamente en este aspecto. Ha escogido ser omnipresente por
medio del ministerio del Espíritu Santo (Juan 14:16-18).
La epístola a los Hebreos da testimonio de su inmutabilidad,
al declarar: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos" (Heb.
13:8).
Su autoexistencia se hizo evidente cuando asevero tener vida
en sí mismo (Juan 5:26), y Juan testifico: “En el estaba la vida, y la vida era
la luz de los hombres” (Juan 1:4). El anuncio de Cristo: “Yo soy la resurrección
y la vida” (Juan 11:25) afirmaba que en él se encuentra la “vida original, que
no proviene ni deriva de otra”.6
La santidad es parte de su naturaleza. Durante la anunciación,
el ángel le dijo a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo
te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será
llamado Hijo de Dios” (Luc. 1:35). Al ver a Jesús, los demonios exclamaron:
“!Ah! .Que tienes con nosotros, Jesús Nazareno?... Se quién eres, el Santo de
Dios” (Mar. 1:24).
Jesús es amor. “En esto hemos conocido el amor —escribió
Juan—, en que el puso su vida por nosotros” (1 Juan 3:16).
Jesús es eterno. Isaías lo llamo: “Padre eterno” (Isa. 9:6).
Miqueas se refirió a él como aquel cuyas “salidas son desde el principio, desde
los días de la eternidad” (Miq. 5:2). Pablo coloco su existencia “antes de todas
las cosas” (Col. 1:17), y Juan está de acuerdo con esto: “Este era en el
principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin el nada de lo
que ha sido hecho, fue hecho” (Juan 1:2, 3)7
2. Sus prerrogativas y poderes divinos. Las obras de
Dios se adjudican a Jesús. Se lo identifica tanto como el Creador (Juan 1:3;
Col. 1:16), como el Sustentador o Preservador: “Todas las cosas en el
subsisten” (Col. 1:17; Heb. 1:3). Puede levantar a los muertos con su voz (Juan
5:28, 29), y al fin del tiempo juzgara al mundo (Mat. 25:31, 32). Además,
perdono pecados (Mat. 9:6, Mar. 2:5-7).
3. Sus nombres divinos. Los nombres de Cristo revelan
su naturaleza divina. Emanuel quiere decir “Dios con nosotros” (Mat. 1:23). No
solamente los creyentes, sino también los demonios se dirigían a él como el
Hijo de Dios (Mar. 1:1; Mat. 8:29; ver Mar. 5:7). A Jesús se le aplica el mismo
nombre sagrado, Jehová o Yavé, que el Antiguo Testamento le aplica a
Dios. Mateo uso las palabras de Isaías 40:3: “Preparad el camino del Señor”,
para describir la obra que debía preparar el camino a la misión de Cristo (Mat.
3:3). Y Juan identifica a Jesús como el Señor de los ejércitos que estaba
sentado en su trono (Isa. 6:1, 3; Juan 12:41).
4. Se reconoce su divinidad. Juan describe a Jesús como
el divino Verbo que “fue hecho carne” (Juan 1:1, 14). Tomas reconoció al Cristo
resucitado llamándolo "!Señor mío, y Dios mío! (Juan 20:28). Pablo se refirió
a Cristo diciendo que “es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos”
(Rom. 9:5); y el autor de Hebreos se dirige a él como Dios y Señor de la creación
(Heb. 1:8,10).8
5. Su testimonio personal. El mismo Jesús afirmo su
igualdad con Dios. Se identifico a sí mismo como el “YO SOY” (Juan 8:58), el
Dios del Antiguo Testamento. Llamaba a Dios “mi Padre”, en vez de “nuestro
Padre” (Juan 20:17). Y su declaración: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30)
establece la aseveración de que Cristo era “de una sustancia con el Padre,
poseyendo los mismos atributos”.9
6. Se presume su igualdad con Dios. La igualdad de
Cristo con Dios el Padre se da por sentada en la formula bautismal (Mat.
28:19), la bendición apostólica completa
(2 Cor. 13,14), su último consejo (Juan 14-16), y la exposición que hace Pablo
de los dones espirituales (1 Cor. 12:4-6). La Escritura describe a Jesús como el
resplandor de la gloria de Dios, y “la imagen misma de su sustancia” (Heb.
1:3).
Y cuando se le pidió que revelara a Dios el Padre, Jesús
replico: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).
7. Se lo adora como Dios. En más de una ocasión, sus
seguidores lo adoraron, y él se lo permitió (Mat. 28:17, ver Luc. 14:33). “Adórenle
todos los ángeles de Dios” (Heb. 1:6). Pablo escribió: “que en el nombre de Jesús
se doble toda rodilla... y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor”
(Fil. 2:10, 11). Diversas expresiones formales de bendición le adjudican a
Cristo la “gloria por los siglos de los siglos” (2 Tim. 4:18; Heb. 13:21; ver 2
Ped. 3:18).
8. Su naturaleza divina es necesaria. Cristo
reconcilio a Dios con la humanidad. Los seres humanos necesitaban una revelación
perfecta del carácter de Dios con el fin de desarrollar una relación personal
con él. Cristo lleno esta necesidad al exhibir la gloria de Dios (Juan 1:14).
“A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre,
el le ha dado a conocer” (Juan 1:18; ver cap. 17:6). Jesús dio testimonio,
diciendo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).
En su completa dependencia del Padre (Juan 5:30), Cristo uso
el poder divino para revelar el poder de Dios. Con ese poder divino, se rebeló
a sí mismo como el amante Salvador enviado por el Padre para sanar, restaurar y
perdonar pecados (Luc. 6:19; Juan 2:11; 5:1-15,36; 11:41-45; 14:11; 8:3-11).
Sin embargo, nunca realizo un milagro para ahorrarse las dificultades y
sufrimientos personales que otras personas experimentarían si tuvieran que
pasar por circunstancias similares. Jesucristo es uno con Dios el Padre, en su
naturaleza, en su carácter y en sus propositos.10 Es verdaderamente Dios.
Jesucristo es verdaderamente hombre. La Biblia
testifica que además de su naturaleza divina, Cristo posee una naturaleza
humana. La aceptación de esta enseñanza es crucial. Todo aquel que “confiesa
que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios” y todo aquel que no lo hace “no
es de Dios” (1 Juan 4:2,3). El nacimiento humano de Cristo, su desarrollo, sus características
y su testimonio personal, proveen abundantes evidencias de su humanidad.
1. Su nacimiento humano. “Aquel Verbo fue hecho
carne, y habito entre nosotros” (Juan 1:14). La palabra “carne” significa aquí
“naturaleza humana”, una naturaleza inferior a la naturaleza celestial de
Cristo. Con palabras muy claras, Pablo dice: “Dios envió a su Hijo, nacido de
mujer” (Gal. 4:4; ver Gen. 3:15). Cristo tomo “forma de siervo, hecho semejante
a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humillo a sí mismo”
(Fil. 2:7, 8). Esta manifestación de Dios en la naturaleza humana es “el
misterio de la piedad” (1 Tim. 3:16).
En la genealogía de Cristo se hace referencia a él como
“Hijo de David” y también “Hijo de Abraham” (Mat. 1:1). Según su naturaleza
humana, Cristo “era del linaje de David según la carne” (Rom. 1:3, 9:5) y fue
el “hijo de María” (Mar. 6:3).
Si bien es cierto que, a la manera de todo niño, Cristo nació
de una mujer, hubo en ello una gran diferencia, una característica exclusiva. María
era virgen, y este Nino fue concebido del Espíritu Santo (Mat. 1:20-23; Luc.
1:31-37). A través de su madre, Cristo obtuvo verdadera humanidad.
2. Su desarrollo humano. Jesús estuvo sujeto a las
leyes del desarrollo humano. Dice el registro bíblico que “el niño crecía y se fortalecía,
y se llenaba de sabiduría” (Luc. 2:40, 52). A los doce años, dio por primera
vez evidencia de que comprendía su misión divina (Luc. 2:46-49). Durante todo
el periodo de su niñez estuvo sujeto a sus padres (Luc. 2:51).
El camino de la cruz fue uno de crecimiento constante por
medio del sufrimiento, el cual jugó un papel importante en el desarrollo de Jesús:
“Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido
perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le
obedecen” (Heb. 5:8, 9; cap. 2:10,18). Sin embargo, si bien experimento
desarrollo, no peco.
3. Fue llamado “varón”, y “hombre”. Juan el Bautista
y Pedro se refieren a Jesús llamándolo “varón” (Juan 1:30, Hech. 2:22). Pablo
habla de “la gracia de un hombre, Jesucristo” (Rom. 5:15). Jesús es el “hombre”
que trajo “la resurrección de los muertos” (1 Cor. 15:21); el “solo Mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Tim. 2:5). Al interpelar a sus
enemigos, Cristo se refirió a sí mismo como hombre, al decir: “Ahora procuráis
matarme a mí, hombre que os he hablado la verdad, la cual he oído de Dios”
(Juan 8:40).
La designación favorita que Jesús aplicaba a sí mismo, y que
uso 77 veces, era “el Hijo del Hombre” (ver Mat. 8:20; 26:2). El titulo Hijo de
Dios enfoca nuestra atención en su relación con los demás miembros de la
Deidad. El termino Hijo del Hombre, hace énfasis en su solidaridad con la raza
humana por medio de su encarnación.
4. Sus características humanas. Dios hizo al hombre
“poco menor que los ángeles” (Sal. 8:5). En forma similar, la Escritura
presenta a Jesús como “aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles” (Heb.
2:9). Su naturaleza humana fue creada y no poseía poderes sobrehumanos.
Cristo debía ser verdaderamente humano, esto era parte de su
misión. El serlo requería que poseyera las características esenciales de la
naturaleza humana.
Por eso participo de “carne y sangre” (Heb. 2:14). Cristo
fue hecho “en todo semejante a sus hermanos” (Heb. 2:17). Su naturaleza humana poseía
las mismas susceptibilidades físicas y mentales del resto de la humanidad:
hambre, sed, cansancio y ansiedad (Mat. 4:2; Juan 19:28; 4:6; ver Mat. 26:21;
8:24).
En su ministerio en favor de sus semejantes, Cristo revelo compasión,
santa ira, y tristeza (Mat. 9.36; Mar. 3.5). En ciertas ocasiones se sintió
turbado y triste, y aun lloro (Mat. 26:38; Juan 12:27, 11:33, 35; Luc. 19:41).
Oro con gemidos y lagrimas, en una ocasión hasta el punto de sudar gotas de
sangre (Heb. 5:7; Luc. 22:44). Su vida de oración expresaba su completa
dependencia de Dios (Mat. 26:39-44; Mar. 1:35; 6:46; Luc. 5:16; 6:12).
Jesús experimento la muerte por todos nosotros (Juan 19:30,
34). Cuando resucito gloriosamente tres días más tarde, no lo hizo convertido
en un espíritu, sino con un cuerpo (Luc. 24:36-43).
5. La extensión de su identificación con la naturaleza
humana. La Biblia revela que Cristo es el segundo Adán; vivió “en semejanza
de carne de pecado” (Rom. 8:3). .Hasta qué punto se identifico con la humanidad
caída? Es crucial que se desarrolle una visión correcta de la expresión
“semejanza de carne de pecado”, la cual describe al ser humano pecador. Ciertos
puntos de vista inexactos han traído disensión y enemistades a través de la
historia de la iglesia cristiana.
a. Cristo adoptó la “semejanza
de carne de pecado”. La serpiente que fue levantada en el desierto ayuda a
comprender la naturaleza humana de Cristo. Tal como la imagen de bronce hecha a
semejanza de las serpientes venenosas fue levantada para salvación del pueblo, así
también el Hijo de Dios hecho “en semejanza de pecado” habría de convertirse en
el Salvador del mundo.
Antes de la encarnación, Jesús era “en forma de Dios” (Fil.
2:6,7); esto es, la naturaleza divina le pertenecía desde el comienzo
(Juan 1:1). Al tomar “forma de siervo”, puso a un lado sus prerrogativas
divinas. Se convirtió en siervo de su Padre (Isa. 42:1), para cumplir su voluntad
(Juan 6:38; Mat. 26:39,42). Revistió su divinidad con la humanidad, fue hecho
“en semejanza de carne de pecado”, de “naturaleza humana pecaminosa”, o de
“naturaleza humana caída” (ver Rom. 8:3).u Esto de ninguna manera indica que
Jesucristo fuese pecador o hubiese participado en actos o pensamientos pecaminosos.
Si bien fue hecho en la forma o semejanza de carne de pecado, el Salvador jamás
peco, y su pureza perfecta esta mas allá de toda duda.
b. Cristo fu e el segundo
Adán. La Biblia establece un paralelo entre Adán y Cristo, llamando a Adán
el “primer hombre” y a Cristo “el postrer Adán” o “el segundo hombre” (1 Cor.
15:45, 47). Pero Adán tenía ventaja sobre Cristo. Cuando cayó en el pecado, vivía
en el paraíso. Poseía una humanidad perfecta, y gozaba del completo vigor en su
cuerpo y en su mente.
No fue ese el caso de Jesús. Cuando adopto la naturaleza
humana, la raza ya se había deteriorado a través de cuatro mil años de pecado
en este planeta maldito. Con el fin de salvar a los que se hallaban en las
profundidades de la degradación, Cristo tomo sobre si una naturaleza humana que,
comparada con la naturaleza no caída de Adán, había disminuido dramáticamente
en fortaleza física y mental; a pesar de ello, Cristo lo hizo sin pecar.12
Cuando Cristo adopto la naturaleza humana que evidenciaba
las consecuencias del pecado, paso a estar sujeto a las debilidades que todos
experimentamos. En su naturaleza humana, estuvo “rodeado de debilidad” (Heb.
5:2; Mat. 8:17; Isa 53:4). El Salvador sentía su debilidad. Por eso debió
ofrecer “ruegos y suplicas con gran clamor y lagrimas al que le podía librar de
la muerte” (Heb. 5:7), identificándose de este modo con las necesidades y
debilidades tan comunes en la humanidad.
Así, “la humanidad de Cristo no fue la de Adán; esto es, la
humanidad de Adán antes de su caída. Tampoco fue la humanidad caída, esto es,
la humanidad de Adán después de la transgresión, en todos sus aspectos. No era
la humanidad original de Adán, porque poseía las debilidades inocentes de los
seres caídos. No era la humanidad caída, porque nunca había descendido a la
impureza moral. Por lo tanto, era en el sentido más literal nuestra humanidad,
pero sin pecado”.13
c. Su experiencia con las
tentaciones. .Como afectaron a Cristo las tentaciones? Le era fácil o difícil
resistirlas? La forma en que Jesús experimento las tentaciones prueba que era
verdaderamente humano.
1) “Tentado en todo según
nuestra semejanza". El hecho de que Cristo “fue tentado en todo según
nuestra semejanza” (Heb. 4:15), demuestra que participaba de la naturaleza
humana. Para Jesús, la tentación y la posibilidad de pecar eran reales. Si no
hubiera podido pecar, no habría sido humano ni nos habría servido de ejemplo.
Cristo tomo la naturaleza humana
con todas las desventajas, incluyendo la posibilidad de ceder a la tentación.
.Como podría Jesús haber sido
tentado "en todo”, así como somos nosotros? Es obvio que la expresión “en
todo” no significa que se encontró con tentaciones idénticas a las que
afrontamos hoy. Nunca se sintió tentado a mirar programas inmorales de televisión,
o a ignorar el límite de velocidad en una carretera.
El punto básico que sirve de
fundamento para todas las tentaciones, es nuestra decisión de si vamos a rendir
nuestra voluntad a Dios o no. En su encuentro con la tentación, Jesús siempre
mantuvo su obediencia a Dios. Por medio de su continua dependencia del poder
divino, resistió con éxito las mas fieras tentaciones, aunque era humano.
La victoria de Cristo sobre la tentación
lo capacito para simpatizar con las debilidades humanas. Nuestra victoria sobre
la tentación se logra al mantener nuestra dependencia de él. “No os ha
sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os
dejara ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también
juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Cor.
10:13).
Debemos reconocer que en última
instancia, “el hecho de que Cristo pudiese ser tentado en todas las cosas como
nosotros, y sin embargo mantenerse sin pecado, es un misterio que ha sido
dejado sin explicación para los mortales”.14
2) “Padeció siendo tentado”. Cristo padeció mientras
estuvo sujeto a la tentación (Heb. 2:18). Fue perfeccionado “por
aflicciones" (Heb. 2:10). Por cuanto el mismo debió enfrentar el poder de la
tentación, podemos tener la seguridad de que sabe cómo ayudar a cualquiera que
es tentado. Fue uno con la humanidad en sufrir las tentaciones a las cuales la
naturaleza humana se halla sujeta. Como sufrió Cristo bajo la tentación? A
pesar de tener la “semejanza de carne de pecado”, sus facultades espirituales
estaban libres de cualquier efecto o consecuencia del pecado. Por lo tanto, su
naturaleza santa era extremadamente sensible. Cualquier contacto con el mal le
causaba dolor. Así pues, y debido a que el Salvador sufrió en proporción a la perfección
de su santidad, las tentaciones le producían mayores sufrimientos que a
cualquier otro ser humano.15
.Cuanto sufrió Cristo? Su
experiencia en el desierto de la tentación, el Getsemaní y el Gólgota, revela
que resistió al punto de derramar su sangre (ver Heb. 12:4).
Cristo no solo sufrió más en proporción
a su santidad, sino que también debió enfrentar tentaciones más fuertes que las
que nos asaltan a los seres humanos. B. F. Wescott nota: “La simpatía con el pecador
en sus tribulaciones no depende de haber experimentado el pecado, sino de haber
experimentado la fortaleza de la tentación a pecar, la cual únicamente una
persona justa puede conocer en toda su intensidad. El que cae, cede antes del último
esfuerzo”.16 F.
F. Bruce se muestra de acuerdo,
al declarar: “Sin embargo, Cristo soporto triunfante toda forma de prueba que
el hombre podría experimentar, sin debilitar en lo más mínimo su fe en Dios, ni
debilitar en lo más mínimo su obediencia a él. Esta clase de perseverancia atrae
sufrimiento más que humano, y no menos”.17
Cristo debió además enfrentar una
poderosa tentación que el hombre jamás ha conocido: La de usar su poder divino
en su propio beneficio. Elena G. de White declara: “Cristo había recibido honor
en las cortes celestiales, y estaba familiarizado con el poder absoluto.
Le era tan difícil mantener el
nivel de la humanidad, como lo es para los hombres levantarse por encima del
bajo nivel de sus naturalezas depravadas, y ser participantes de la naturaleza
divina".18
d. ¿Podía pecar Cristo? Los
cristianos difieren en el punto de si Cristo podía o no pecar. Nosotros
concordamos con Philip Schaff, que dijo: “Si [Cristo] hubiera estado provisto
de impecabilidad absoluta desde el comienzo, es decir, si le hubiera
sido imposible pecar, no podría ser un verdadero hombre, ni nuestro modelo para
imitar: su santidad, en vez de ser su propio acto autoadquirido y merito
inherente, sería un don accidental o externo, y sus tentaciones una apariencia
sin realidad”.19 Karl Ullmann añade: “La historia de la tentación, no importa
como se la pueda explicar, no tendría significado; y la expresión que aparece
en la epístola a los Hebreos, ‘tentado en todo como nosotros’, carecería de
significado”.20
6. La santidad de la naturaleza humana de Jesucristo. Es
evidente que la naturaleza divina de Jesús era santa. Pero .que podemos decir
de su naturaleza humana?
La Biblia describe la humanidad de Jesús, llamándola santa.
Su nacimiento fue sobrenatural; fue concebido del Espíritu Santo (Mat. 1:20).
Cuando aún no había nacido, fue descrito como “el Santo Ser” (Luc. 1:35). Tomo
la naturaleza del hombre en su estado caído, llevando las consecuencias del
pecado, no su pecaminosidad. Era uno con la raza humana, excepto en el pecado.
Jesús fue “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin
pecado”, “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” (Heb. 4:15;
7:26). Pablo escribió que Cristo “no conoció pecado” (2 Cor. 5:21). Pedro
testifico que Jesús “no hizo pecado, ni se hallo engaño en su boca” (1 Ped.
2:22), y lo comparo con “un Cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Ped.
1:19; Heb. 9:24). Juan declaro: “No hay pecado en el... el es justo” (1 Juan
3:5-7). pero se mantuvo libre de la corrupción hereditaria y de la depravación
y la práctica del pecado. Ante sus oponentes, proclamo: “.Quien de vosotros me
redarguye de pecado?" (Juan 8:46). Y cuando se acercaba su mayor prueba,
declaro: “Viene el príncipe de este mundo, y el nada tiene en mi” (Juan 14:30).
Jesús no poseía propensiones ni inclinaciones al mal, ni siquiera pasiones
pecaminosas.
Ninguna de las tentaciones que lo asaltaban como un alud,
pudo quebrantar su inamovible lealtad a Dios.
Jesús nunca hizo confesión de pecado ni ofreció sacrificio.
No oro: “Padre, perdóname”, sino “Padre, perdónalos” (Luc. 23:34). Procurando
siempre cumplir la voluntad de su Padre y no la suya propia, Jesús mantuvo
constantemente su dependencia del Padre (ver Juan 5:30).
A diferencia de la humanidad caída, la “naturaleza
espiritual” de Jesús es pura y santa, “libre de toda contaminación del
pecado”.21 Sería un error pensar que Cristo es “absolutamente humano” como
nosotros. Es el segundo Adán, el único Hijo de Dios. Tampoco debiéramos
considerarlo como "un hombre con la propensión a pecar”. Si bien su
naturaleza humana fue tentada en todo lo que la naturaleza humana puede ser
tentada, nunca cayo, jamás peco. Nunca se hallo en el ninguna inclinación al
mal.22
De hecho, Jesús es el mayor y mas santo ejemplo de la
humanidad. Es santo, y todo lo que hizo demostró perfección. En verdad
constituye el ejemplo perfecto de la humanidad sin pecado.
7. La necesidad de que Cristo tomara la naturaleza
humana. La Biblia expresa diversas razones de por qué Cristo necesitaba
tener una naturaleza humana.
a. Para ser el sumo sacerdote
de la raza humana. Jesús, como el Mesías, debía ocupar la posición de sumo
sacerdote o mediador entre Dios y el hombre (Zac. 6:13; Heb. 4:14-16). Esta función
requería poseer naturaleza humana. Cristo cumplió con los requisitos: (1) podía
ser “paciente con los ignorantes y extraviados”, por cuanto “el también está
rodeado de debilidad” (Heb. 5:2). (2) Es “misericordioso y fiel", porque
fue hecho en todas las cosas “semejante a sus hermanos” (Heb. 2:17). (3) “Es
poderoso para socorrer a los que son tentados”, por cuanto “el mismo padeció
siendo tentado” (Heb. 2:18). (4) Cristo simpatiza con nuestras debilidades
porque fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb.
4:15).
b. Para salvar aun a los más
degradados. Con el fin de alcanzar a los individuos donde ellos están, y
rescatar aun a los que ofrecen menos esperanza, se humillo a sí mismo al nivel
de un siervo (Fil. 2:7).
c. Para dar su vida por los
pecados del mundo. La naturaleza divina de Cristo no puede morir. Para
morir, entonces, Cristo debía poseer una naturaleza humana. Se convirtió en
hombre y pago la penalidad del pecado, que es la muerte (Rom. 6:23; 1 Cor.
15:3). Como ser humano, gusto la muerte por todos (Heb. 2:9).
d. Para ser nuestro ejemplo. Con
el fin de convertirse en ejemplo de cómo los seres humanos debieran vivir,
Cristo tenía que vivir una vida sin pecado como ser humano. En su papel de
segundo Adán, expuso el mito de que los seres humanos no pueden obedecer la ley
de Dios y obtener la victoria sobre el pecado. Demostró que es posible que la
humanidad sea fiel a la voluntad de Dios. Allí donde el primer Adán cayó, el
segundo Adán obtuvo la victoria sobre el pecado y Satanás, convirtiéndose así
en nuestro Salvador y nuestro perfecto ejemplo. En su fortaleza, su victoria puede
ser nuestra (Juan 16:33).
Al contemplar al Salvador, los seres humanos “somos
transformados de gloria en gloria en la misma imagen” (2 Cor. 3:18). “Corramos
con paciencia la carrera... puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de
la fe... Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí
mismo, para que vuestro animo no se canse hasta desmayar” (Heb. 12:2, 3). En
verdad, “Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus
pisadas” (1 Ped. 2:21; ver Juan 13:15).
La unión de las dos naturalezas
La persona de Jesucristo tiene dos naturalezas: divina y
humana. Es el Dios hombre. Pero notemos que al realizarse la encarnación, fue
el eterno Hijo de Dios el que tomo sobre si la naturaleza humana y no el
hombre, Jesús, que adquirió la divinidad. El movimiento es desde Dios hacia el
hombre, no del hombre hacia Dios.
En Jesús, esas dos naturalezas se fundieron en una sola
persona. Notemos las siguientes evidencias bíblicas:
En Cristo se unen dos
naturalezas. En Cristo no se halla presente la pluralidad asociada con
el Dios Triuno. La Biblia describe a Jesús como una persona, no dos. Diversos
textos se refieren a la naturaleza divina y humana; sin embargo, se refieren
solo a una persona. Pablo describió la persona de Jesucristo como el Hijo de
Dios [naturaleza divina] que nació de una mujer [naturaleza humana] (Gal. 4:4).
De este modo, Jesús, “siendo en forma de Dios, no estimo el ser igual a Dios
como cosa a que aferrarse” [naturaleza divina], “sino que se despojo a sí mismo,
tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres” [naturaleza humana]
(Fil. 2:6, 7).
La naturaleza doble de Cristo no está compuesta de una
influencia o poder divino abstracto conectado con su humanidad. “Y aquel Verbo
—dijo Juan— fue hecho carne, y habito entre nosotros (y vimos su gloria, gloria
como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). Pablo
escribe que Dios envió “a su Hijo en semejanza de carne de pecado” (Rom. 8:3);
“Dios fue manifestado en carne” (1 Tim. 3:16; 1 Juan 4:2).
La mezcla de las dos
naturalezas. En ciertas ocasiones, la Biblia describe al Hijo de Dios
en términos de su naturaleza humana. El Señor compro su iglesia con su propia
sangre (Hech. 20:28; ver Col. 1:13,14). En otras ocasiones, caracteriza al Hijo
del Hombre en términos de su naturaleza divina (ver Juan 3:13; 6:62; Rom. 9:5).
Cuando Cristo entro en el mundo, se le preparo un “cuerpo”
(Heb. 10:5). Cuando Cristo tomo sobre si la humanidad, su divinidad fue
revestida de humanidad. Esto no se logro cambiando su humanidad en divinidad o
su divinidad en humanidad. Cristo no se despojo de su naturaleza inherente para
tomar otra naturaleza, sino que tomo la humanidad sobre sí mismo. De ese modo,
la divinidad y la humanidad se combinaron.
En su encarnación, Cristo no dejo de ser Dios, ni se vio
reducida su divinidad al nivel de la humanidad. Cada naturaleza mantuvo su
nivel. Pablo declara: “En el habita corporalmente toda la plenitud de la
Deidad” (Col. 2:9). En la crucifixión, fue su naturaleza humana la que murió, y
no su divinidad, pues habría sido imposible que eso sucediera.
La necesidad de la unión de las dos naturalezas. El
hecho de comprender la manera en que las dos naturalezas de Cristo se
relacionan entre sí, provee una comprensión vital de la misión de Cristo, así
como de nuestra misma salvación.
1. Para reconciliar a la
humanidad con Dios. Únicamente un Salvador divino-humano podía traer salvación.
En la encarnación, Cristo se revistió de humanidad con el fin de impartir su
naturaleza divina a los creyentes. Gracias a los meritos de la sangre del
Dios-hombre, los creyentes pueden compartir la naturaleza divina (2 Ped. 1:4).
La escalera que vio Jacob en su sueño,
la cual simbolizaba a Cristo, nos alcanza dondequiera que estemos. El Salvador
tomo la naturaleza humana y venció, para que nosotros pudiésemos vencer, al
tomar sobre nosotros su naturaleza. Sus brazos divinos se aferran del trono de
Dios, mientras que su humanidad nos abraza a nosotros conectándonos con Dios,
uniendo la tierra con el cielo.
La naturaleza divino-humana
combinada hace que el sacrificio expiatorio de Cristo sea efectivo. La vida de
un ser humano sin pecado, o aun la de un ángel, no podía expiar los pecados de
la raza humana. Únicamente el Creador divino humano podía rescatar a la
humanidad.
2. Para velar la divinidad
con la humanidad. Cristo velo su divinidad con el ropaje de la
humanidad, dejando de lado su gloria y majestad celestial, con el fin de que
los pecadores pudiesen existir en su presencia sin ser destruidos. Si bien aun
era Dios, no apareció como Dios (Fil. 2:6-8).
3. Para vivir
victoriosamente. La humanidad de Cristo nunca podría haber resistido
por si sola los poderosos engaños de Satanás. Logro vencer el pecado debido a
que en el habitaba “corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9).
Por haber confiado completamente en su Padre (Juan 5:19, 30; cap. 8:28), su “poder
divino combinado con la humanidad obtuvo una victoria infinita a favor del
hombre”.23
La experiencia que Cristo adquirió
en cuanto a la vida victoriosa no es privilegio exclusivo suyo. No ejerció ningún
poder que la humanidad no pueda ejercer. Nosotros también podemos ser “llenos
de toda la plenitud de Dios” (Efe. 3:19).
Gracias al poder divino de
Cristo, podemos tener acceso a todas las cosas que pertenecen a “la vida y a la
piedad” (2 Ped. 1:3). La clave de esta experiencia es la fe en las “preciosas y
grandísimas promesas”, por medio de las cuales podemos llegar a ser
“participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay
en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Ped. 1:3, 4). Cristo nos ofrece el
mismo poder por medio del cual el venció, de modo que todos podamos obedecer
fielmente y gozar de una vida victoriosa.
Cristo nos hace una consoladora
promesa de victoria: “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi
trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Apoc.
3:21).
Los oficios de Cristo Jesús
Los oficios de profeta, sacerdote y rey eran exclusivos, y requerían
en general un servicio de consagración por medio de la unción (1 Rey. 19:16;
Exo. 30:30; 2 Sam. 5:3). El Mesías venidero, el Ungido —según apuntaban las profecías—,
debía cumplir estos tres cargos. Cristo realiza su obra como mediador entre
Dios y nosotros por medio de su actuación en calidad de Profeta, Sacerdote y
Rey. Cristo el Profeta proclama ante nosotros la voluntad de Dios, Cristo el
Sacerdote nos representa ante Dios y viceversa, y Cristo el Rey ejerce la benévola
autoridad de Dios sobre su pueblo.
Cristo el Profeta.
Dios revelo a Moisés el cargo profético de Cristo: “Profeta les levantare
de en medio de sus hermanos, como tu; y pondré mis palabras en su boca, y él
les hablara todo lo que yo le mandare” (Deut. 18:18). Los contemporáneos de
Cristo reconocieron el cumplimiento de esta predicción (Juan 6:14; 7:40; Hech.
3:22, 23).
Jesús se describió a sí mismo como “profeta” (Luc. 13:33).
Proclamo con autoridad profética (Mat. 7:29) los principios del reino de Dios
(Mat. 5-7; cap. 22:36-40), y revelo el futuro (Mat. 24:1-51; Luc. 19:41-44).
Antes de su encarnación, Cristo lleno a los escritores bíblicos
de su Espíritu, y les dio profecías relativas a sus sufrimientos y las glorias
que habrían de venir (1 Ped. 1:11). Después de su ascensión, continuo revelándose
a su pueblo. La Escritura especifica que le habría de conceder su “testimonio”,
esto es, “el Espíritu de profecía”, a su fiel remanente (Apoc. 12:17; 19:10;
ver cap. 18).
Cristo el
Sacerdote. El sacerdocio del Mesías fue establecido firmemente
por juramento divino: “Juro Jehová, y no se arrepentirá, tu eres sacerdote para
siempre según el orden de Melquisedec” (Sal. 110:4). Cristo no era descendiente
de Aarón. Como Melquisedec, su derecho al sacerdocio fue establecido por decisión
divina (Heb. 5:6,10; ver cap. 7). Su sacerdocio mediador tenía dos fases: Una
terrenal y una celestial.
1. El sacerdocio terrenal de
Cristo. El oficio del sacerdote junto al altar de los holocaustos
simbolizaba el ministerio terrenal de Jesús. El Salvador cumplía perfectamente todos
los requisitos necesarios para el oficio de sacerdote. Era verdaderamente hombre,
y había sido “llamado por Dios”, actuando “en lo que a Dios se refiere” al
cumplir la tarea especial de ofrecer “ofrendas y sacrificios por los pecados”
(Heb. 5:1,4,10).
La tarea del sacerdote consistía en reconciliar con Dios a
los penitentes, por medio del sistema de sacrificios, el cual representaba la provisión
de una expiación por el pecado (Lev. 1:4; 4:29, 31, 35; 5:10; 16:6; 17:11). De
este modo, los sacrificios continuos que ardían sobre el altar de los
holocaustos simbolizaban la continua disponibilidad de la expiación.
Esos sacrificios no eran suficientes. No podían perfeccionar
al penitente, quitar los pecados ni producir una conciencia limpia (Heb.
10:1-4; 9:9). Eran simplemente una sombra de las cosas mejores que estaban por
venir (Heb. 10:1; ver cap. 9:9,23, 24). El Antiguo Testamento decía que el Mesías
mismo había de tomar el lugar de esos sacrificios de animales (Sal. 40:6-8;
Heb. 10:5-9). Esos sacrificios, entonces, señalaban a los sufrimientos vicarios
y la muerte expiatoria de Cristo el Salvador. Jesús, el Cordero de Dios, se convirtió
por nosotros en pecado, llegando a ser maldición; su sangre nos limpia de todo
pecado (2 Cor. 5:21; Gal. 3:13; 1 Juan 1:7; ver 1 Cor. 15:3).
Así pues, durante su ministerio terrenal, Cristo fue ambas
cosas: sacerdote y ofrenda. Su muerte en la cruz fue parte de su obra
sacerdotal. Después de su sacrificio en el Gólgota, su intercesión sacerdotal
se centro en el Santuario celestial.
2. El sacerdocio celestial de
Cristo. El ministerio sacerdotal que Jesús comenzó en este mundo, se
completa en el cielo. La humillación que Cristo sufrió en este mundo como el
Siervo sufriente de Dios, lo califico para ser nuestro Sumo Sacerdote en el
cielo (Heb. 2:17, 18; 4:15; 5:2). La profecía revela que el Mesías seria
sacerdote en el trono de Dios (Zac. 6:13). Después de su resurrección, el Cristo
humillado fue exaltado. Ahora nuestro Sumo Sacerdote se sienta “a la diestra
del trono de la Majestad en los cielos”, “ministrando en el santuario
celestial" (Heb. 8:1,2; ver cap 1:3; 9:24).
Cristo comenzó su obra intercesora inmediatamente después de
su ascensión. La nube de incienso que asciende en el lugar santo del Templo
tipifica los meritos, las oraciones y la justicia de Cristo, que hacen que
nuestro culto y nuestras oraciones sean aceptables a Dios. El incienso podía
ofrecerse únicamente colocándolo sobre los carbones ardientes tomados del altar
de los sacrificios, lo cual revela que existe una intima conexión entre la intercesión
y el sacrificio expiatorio del altar. De este modo, la obra intercesora de
Cristo se funda en los meritos de su completo sacrificio expiatorio.
La intercesión de Cristo provee ánimo para su pueblo: Jesús
“puede también salvar
perpetuamente a los que por el se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder
por ellos” (Heb. 7:25). Por cuanto Cristo ejerce mediación por su pueblo, todas
las acusaciones de Satanás han perdido su base legal (1 Juan 2:1; ver Zac.
3:1). Pablo hace la siguiente pregunta retorica: “.Quien es el que condenara?”,
luego ofrece la seguridad de que Cristo mismo se halla a la mano derecha de Dios,
intercediendo por nosotros (Rom. 8:34). Afirmando su papel de Mediador, Cristo
declaro: “De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidierais al Padre en
mi nombre, os lo dará” (Juan 16:23).
Cristo el Rey.
Dios “estableció en los cielos su trono, y su reino domina sobre todos”
(Sal. 103:19). Es de por si evidente que el Hijo de Dios, en su calidad de miembro
de la Deidad, comparte el gobierno divino sobre todo el universo.
Cristo, como el Dios-hombre, ejerce su autoridad real sobre
los que le han aceptado como Señor y Salvador: “Tu trono, oh Dios, es eterno y
para siempre; cetro de justicia es el cetro de tu reino” (Sal. 45:6; Heb. 1:8,
9).
El reino de Cristo no fue establecido sin lucha, por cuanto
“se levantaran los reyes de la tierra, y príncipes consultaran unidos contra Jehová
y contra su Ungido [Mesías]” (Sal. 2:2). Pero sus planes nefastos fracasaran.
Dios establecerá al Mesías en su trono por decreto divino: “Yo he puesto mi rey
sobre Sion, mi santo monte”; además, dice: “Mi Hijo eres tú, yo te he
engendrado hoy” (Sal. 2:6,7; Heb. 1:5). El nombre del Rey que ocuparía el trono
de David es “Jehová, justicia nuestra” (Jer. 23:5, 6). Su gobierno es único,
por cuanto funciona en el trono celestial tanto en calidad de sacerdote como de
rey (Zac. 6:13).
A la virgen María, el ángel Gabriel le anuncio que Jesús había
de ser ese gobernante mesiánico, diciendo: “Reinara sobre la casa de Jacob para
siempre y su reino no tendrá fin” (Luc. 1:33). Se describe su calidad de rey
por medio de dos tronos, que simbolizan sus dos reinos. El “trono de la gracia”
(Heb. 4:16) representa el reino de la gracia; su “trono de gloria” (Mat. 25:31)
representa el reino de la gloria.
1. El reino de la gracia. En
cuanto el primer ser humano peco, se instituyo el reino de la gracia. Paso a
existir gracias a la promesa de Dios. Por fe, los hombres podrían llegar a ser
ciudadanos en el. Pero no fue establecido plenamente sino hasta la muerte de
Cristo. Cuando el Salvador exclamo en la cruz: “Consumado es”, se cumplieron
los requisitos del plan de redención y se ratifico el nuevo pacto (ver Heb.
9:15-18).
La proclamación que hizo Jesús: “El tiempo se ha cumplido, y
el reino de Dios se ha acercado (Mar. 1:15) constituía una referencia directa
al reino de gracia que pronto seria establecido por su muerte. Este reino,
fundado sobre la obra de redención, y no sobre la creación, recibe a sus
ciudadanos a través de la regeneración, es decir, el nuevo nacimiento. Jesús
decreto: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino
de Dios” (Juan 3:5; ver vers. 3). Comparo su crecimiento al desarrollo
fenomenal de una semilla de mostaza, y a los efectos que causa la levadura en
la harina (Mar. 4:22-31; Mat. 13: 33).
El reino de la gracia no se manifiesta en apariencias
externas, sino por su efecto en el corazón de los creyentes. Este reino, enseno
Jesús, “no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí
el reino de Dios está entre vosotros” (Luc. 17:20, 21). No es un reino de este
mundo, dijo el Salvador, sino un reino de verdad: “Dices que yo soy Rey. Yo
para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la
verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Juan 18:37). Pablo dice
que este reino es “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”, “el cual nos
ha... trasladado al reino de su amado Hijo" (Rom. 14:17; Col. 1:13).
El establecimiento de este reino fue una experiencia dolorosísima,
lo cual confirma que no hay corona sin una cruz. Al fin de su ministerio
publico, Jesús, el Mesías, El Dios-hombre, entro a Jerusalén como legitimo
heredero del trono de David. Sentado en un asno, según la costumbre judía
relativa a una procesión real (Zac. 9:9), acepto el entusiasta y espontaneo
despliegue de apoyo que le rindió la multitud. Durante su entrada triunfal en
la ciudad real, “una multitud, que era muy numerosa, tendía sus mantos en el
camino; y otros cortaban ramas de los arboles, y las tendían en el camino. Y la
gente... aclamaba, diciendo: “!Hosanna ! Hijo de David! !Bendito el que viene
en el nombre del Señor! (Mat. 21:8, 9), cumpliendo así la profecía de Zacarías.
Entonces Cristo se presento como el Rey mesiánico.
Desgraciadamente se levanto terrible oposición contra su
derecho real. La ira satánica contra el inocente Hijo de Dios alcanzo su culminación.
En un periodo de doce horas, los defensores de la fe, el Sanedrín, lo hicieron
arrestar secretamente, lo llevaron a juicio y lo condenaron a muerte.
Durante su juicio, Jesús afirmo públicamente que era el Hijo
de Dios, y el Rey de su pueblo (Luc. 23:3; Juan 18:33-37). En respuesta a su afirmación,
se burlaron de el vistiéndolo de una ropa real y coronándolo, no con una corona
de oro, sino de espinas (Juan 19:2). Su recepción como rey fue una burla
sumamente cruel. I .os soldados lo golpeaban y lo saludaban burlonamente,
diciendo: “!Salve, Rey de los judíos!” (Juan 19:3). Y cuando el gobernador
romano, Pilatos, lo presento ante la nación, diciendo: “!He aquí vuestro Rey!”,
su propio pueblo lo rechazo en forma unánime, vociferando: “!Fuera, fuera, crucifícale!”
(Juan 19:14,15).
A través de la más profunda humillación —su muerte en la
cruz— Cristo estableció el reino de la gracia. Poco después, su humillación
termino en exaltación. < Cuando ascendió al cielo, fue entronizado como
Sacerdote y Rey, compartiendo el trono de su Padre (Sal. 2:7, 8; ver Heb.
1:3-5; Fil. 2:9-11; Efe. 1:20-23). Esta entronización no le concedió ningún
poder que no fuera ya suyo en su calidad de divino Hijo de Dios. Pero ahora, en
su papel de Mediador divino-humano, su naturaleza humana participo por primera
vez de la gloria y el poder celestiales.
2. El reino de gloria. En
el monte de la transfiguración se represento el reino de gloria. Allí Cristo se
presento en su propia gloria. “Resplandeció su rostro como el sol, y sus
vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mat. 17:2). Moisés y Elías estaban allí,
en representación de los redimidos: Moisés representaba a los que murieron en
Cristo y serán resucitados, y Elías a los que serán trasladados al cielo sin
experimentar la muerte, en la Segunda Venida.
El reino de gloria será establecido en medio de
acontecimientos cataclísmicos cuando vuelva Cristo (Mat. 24:27, 30, 31; 25:31,
32). Después del juicio, cuando la obra mediadora del Hijo del Hombre en el
Santuario celestial haya concluido, el “Anciano de Días” —Dios el Padre— le conferirá
el “dominio, gloria y reino” (Dan. 7:9, 10,14). Entonces, “el reino y el
dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo" será “dado al
pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los
dominios le servirán y obedecerán” (Dan. 7:27).
El reino de la gloria será establecido en este mundo
al fin del milenio, cuando la Nueva Jerusalén descenderá del cielo (Apoc. 20,
21). Si aceptamos a Jesucristo como nuestro Salvador, podemos convertirnos hoy
en ciudadanos de su reino de gracia, y participar del reino de la gloria cuando
venga por segunda vez. Ante nosotros se extiende una vida con posibilidades
ilimitadas. La vida que Cristo ofrece no es una existencia llena de fracasos y
esperanzas y sueños esparcidos aquí y allá, sino una vida de crecimiento, un
viaje lleno de éxitos, en compañía del Salvador. Es una vida que despliega cada
vez más el amor genuino, el gozo, la paz, la benignidad, la bondad, la fe, la
mansedumbre y el autocontrol (Gal. 5:22, 23), es decir, los frutos de la relación
que Jesús ofrece a todo aquel que le ofrece su vida. .Quien puede resistir un
ofrecimiento así?
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